Nunca me había dado cuenta, pero continuamente,
en cualquier fiesta, acabábamos encontrándonos. Ni tú me buscabas, ni tampoco
yo a ti. Podemos llamarlo destino, fortuna, suerte, azar o casualidad, pero, fuera
como fuese, siempre terminábamos igual: frente a frente en mitad de una
multitud, tú mostrándome tu sonrisa pícara, dos besos, “hola ¿qué tal?”…
Tras esto, comenzábamos esa danza
que sólo nosotros dos podíamos ver. Y a nuestros ojos, el resto del mundo desaparecía.
Yo te hablaba al oído. Perfecta
era la excusa de música demasiado fuerte. Reíamos a carcajadas. Tu mano
rodeándome la cintura, porque ¿distancias? ¿qué es eso entre nosotros?
Luego hablabas del futuro,
mientras yo me reía de tus planes, aunque a pesar de eso, tú terminabas la
exposición seguro de ti mismo diciendo que acabaríamos juntos. Bendita esa
inocencia. Bendita.
De todas las noches que nos
hallamos, no hubo ninguna sin que alguna chica nos interrumpiera. Tú siempre
provocándome, le seguías el juego. Y yo te lo seguía a ti. Tras varios minutos,
volvías a mí con esa sonrisa tan tuya. Y yo te recordaba que tenías novia,
mientras tú lo negabas. Sí, de nuevo con esa sonrisa tan tuya. Luego nos
reíamos, y seguíamos nuestra danza.
Después me acusabas de que tú me
gustabas, y yo reía a carcajadas mientras te decía que estabas loco. Claro que,
tenía razones de peso para ello: los dos manteníamos una perfecta relación con
otra persona de varios años, y además, tú eras cuatro años menor que yo. Y aún así, valiente me decías que mayor era tu mérito para gustarme. Entonces yo, te pedía tu número como si realmente no me
interesara. Y tú ahora, que te veías con el mango de la sartén entre tus manos,
te negabas, alegando a tu favor que tenías novia, y yo indignada te recordaba
que también lo tenía yo.
Insistente tú, posteriormente
indagabas la razón del porqué lo quería. Era en ese momento cuando mi
conciencia de persona cuatro años mayor, pisando polvorosa, se negaba a darte
razones, te recordaba que tenía novio, y que por esa noche, ya se había acabado
el juego.
Te marchabas entonces con esa
sonrisa tan tuya de nuevo, y yo hacía como si no me importara.
Podía ser que nos volviéramos a
encontrar esa noche, o quizá solo a la salida. En ese momento era cuando entonces yo me acercaba a
ti como si realmente estuviera enfadada y te decía secamente: “-Me marcho”, y tú con esa
sonrisa tan tuya añadías: “- Dame dos besos al menos ¿no?”, mientras yo te
decía que no con el dedo y te afirmaba el motivo de mi enfado “-No me has dado
tu número”. Ahí era cuando tu contestabas arrepentido que lo guardase, y yo,
recuperando en ese momento el mango de la sartén, te recordaba que ya era
tarde. Y finalizaba nuestra danza dándome la vuelta, y marchándome
con tus ojos observándome recorrer el camino de salida.
Como me gustaban esas noches, y sobre todo tu mano en mi cintura, a pesar de lo imposible de la situación.