domingo, 15 de noviembre de 2015

“¡Joder, qué ojos!”

Tú no lo sabes, pero llevo días pensando en ti. O quizás sí. 
Me he dejado llevar hasta tu orilla, aún a sabiendas, desde el principio, que tendré que intentar cruzar tus arenas movedizas. Y me he dejado llevar.
Y aquí estoy, recordando esos ojos. “¡Joder, qué ojos!”, pensé aquella noche cuando te tuve a escasos centímetros. ¡Joder, qué ojos! Sigo pensando hoy.

Cada vez más segura, de que cuanto más difícil es algo, más prohibido está, más imposible parece, más nos atrae.

Y ahí estás tú, negándome evidencias, y yo confiando en ti ciegamente. Y cuando por fin, la verdad ve la luz, la acepto y aún así, me dejo llevar hasta tu orilla.


Y es que, en este momento me iría hacia ti, para pensar, a escasos centímetros “¡Joder, qué ojos!”.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Lugares.

Había vuelto a aquel lugar miles de veces - al menos mentalmente -, porque de manera física siempre lo evité. Digamos que al ser allí el principio del fin, nunca fue fácil. 

Más de una vez imaginé qué habría pasado en mi vida si aquello hubiera sido solo una pesadilla, pero jamás coincidí dos veces en el mismo resultado. 

Como en toda gran historia repetimos, y no una vez, sino varias, aunque ninguna fue igual. Era tan fácil vivir a deshora, colgando de un cable, durmiendo de día y malviviendo de noche, mirando al sol a los ojos y a ti viéndote desde dentro. Era fácil ir y venir, a pesar de la incertidumbre, pero, en cambio, cómo dolía la caída, siempre igual: en el momento más inesperado. Y luego, tras ella, te observaba de lejos como si fueras un desconocido con el que compartí mil días y unas pocas de noches más.

Y hoy te veo, y te sigo observando, y parece que los días no han pasado, a pesar de que hace años que aquel lugar se convirtió en un sitio a sortear. Y sí, desde aquella luna las noches cada vez pesan más.


Y si me preguntan que si volvería atrás, claramente me negaría, porque he disfrutado tanto de ti en este tiempo aunque no estuviéramos juntos, que has sido tanto o más mío que antes.




S.

jueves, 5 de marzo de 2015

Esa sonrisa tan tuya.

Nunca me había dado cuenta, pero continuamente, en cualquier fiesta, acabábamos encontrándonos. Ni tú me buscabas, ni tampoco yo a ti. Podemos llamarlo destino, fortuna, suerte, azar o casualidad, pero, fuera como fuese, siempre terminábamos igual: frente a frente en mitad de una multitud, tú mostrándome tu sonrisa pícara, dos besos, “hola ¿qué tal?”…
Tras esto, comenzábamos esa danza que sólo nosotros dos podíamos ver. Y a nuestros ojos, el resto del mundo desaparecía.
Yo te hablaba al oído. Perfecta era la excusa de música demasiado fuerte. Reíamos a carcajadas. Tu mano rodeándome la cintura, porque ¿distancias? ¿qué es eso entre nosotros?
Luego hablabas del futuro, mientras yo me reía de tus planes, aunque a pesar de eso, tú terminabas la exposición seguro de ti mismo diciendo que acabaríamos juntos. Bendita esa inocencia. Bendita.
De todas las noches que nos hallamos, no hubo ninguna sin que alguna chica nos interrumpiera. Tú siempre provocándome, le seguías el juego. Y yo te lo seguía a ti. Tras varios minutos, volvías a mí con esa sonrisa tan tuya. Y yo te recordaba que tenías novia, mientras tú lo negabas. Sí, de nuevo con esa sonrisa tan tuya. Luego nos reíamos, y seguíamos nuestra danza.
Después me acusabas de que tú me gustabas, y yo reía a carcajadas mientras te decía que estabas loco. Claro que, tenía razones de peso para ello: los dos manteníamos una perfecta relación con otra persona de varios años, y además, tú eras cuatro años menor que yo.  Y aún así, valiente me decías que mayor era tu mérito para gustarme. Entonces yo, te pedía tu número como si realmente no me interesara. Y tú ahora, que te veías con el mango de la sartén entre tus manos, te negabas, alegando a tu favor que tenías novia, y yo indignada te recordaba que también lo tenía yo.
Insistente tú, posteriormente indagabas la razón del porqué lo quería. Era en ese momento cuando mi conciencia de persona cuatro años mayor, pisando polvorosa, se negaba a darte razones, te recordaba que tenía novio, y que por esa noche, ya se había acabado el juego.
Te marchabas entonces con esa sonrisa tan tuya de nuevo, y yo hacía como si no me importara.
Podía ser que nos volviéramos a encontrar esa noche, o quizá solo a la salida. En ese momento era cuando entonces yo me acercaba a ti como si realmente estuviera enfadada y te decía secamente: “-Me marcho”, y tú con esa sonrisa tan tuya añadías: “- Dame dos besos al menos ¿no?”, mientras yo te decía que no con el dedo y te afirmaba el motivo de mi enfado “-No me has dado tu número”. Ahí era cuando tu contestabas arrepentido que lo guardase, y yo, recuperando en ese momento el mango de la sartén, te recordaba que ya era tarde. Y finalizaba nuestra danza dándome la vuelta, y marchándome con tus ojos observándome recorrer el camino de salida.


 Como me gustaban esas noches, y sobre todo tu mano en mi cintura, a pesar de lo imposible de la situación.